EL SER Y EL CEREBRO DE UN ADICTO.
La adicción a las drogas es una de las experiencias humanas que mejor muestra la fractura entre el “ser” y el cerebro. Por un lado, existe la persona, con sus deseos profundos, valores, recuerdos y aspiraciones; por el otro, el cerebro, con sus circuitos químicos alterados, sus impulsos automáticos y su búsqueda compulsiva de placer o alivio. Cuando una sustancia toma el control de los mecanismos neuronales del placer, la motivación y la recompensa, el individuo empieza a experimentar una dolorosa división interna: sabe lo que quiere, pero no puede hacer lo que sabe.
Desde el punto de vista neurobiológico, las drogas secuestran el sistema de recompensa del cerebro. Sustancias como la cocaína, la heroína o el alcohol alteran la liberación de dopamina, un neurotransmisor esencial en la sensación de placer y motivación. En condiciones normales, la dopamina se libera ante acciones saludables como comer, lograr una meta o recibir afecto. Pero con las drogas, esa liberación se multiplica artificialmente. El cerebro, confundido, aprende que la droga es la fuente más poderosa de placer, y empieza a reorganizar sus prioridades en función de obtenerla. El resultado es que las decisiones dejan de ser libres y se convierten en respuestas automáticas ante la necesidad química.
Mientras tanto, el “ser” consciente —la parte de nosotros que reflexiona, elige y proyecta su vida— percibe la pérdida de control. El adicto puede reconocer que la droga le hace daño, prometer dejarla, incluso sentir repulsión hacia ella, pero el cerebro ya ha aprendido un camino más fuerte: la búsqueda compulsiva del estímulo. Así, la persona se siente dividida: una parte quiere dejar de consumir, otra parte no puede evitarlo. Es como si el cerebro se moviera por su cuenta, siguiendo un guion que la conciencia no aprueba.
Esa disociación entre el yo y el cerebro genera culpa, vergüenza y sufrimiento. El adicto puede llegar a sentirse prisionero dentro de su propio cuerpo, observando cómo su mente racional pierde batallas contra impulsos que surgen desde lo más profundo. Lo trágico es que la droga no solo cambia la química cerebral, sino también la estructura neuronal: debilita las zonas encargadas del autocontrol y refuerza las asociadas al deseo y la recompensa inmediata. Es decir, el cerebro se reconfigura físicamente para favorecer la conducta adictiva.
Sin embargo, esa fractura no es definitiva. El cerebro, gracias a su plasticidad, puede recuperarse con tiempo, terapia y apoyo. A medida que el individuo logra abstenerse, los circuitos neuronales se reequilibran y el “ser” vuelve a tomar el mando. La persona comienza a sentir nuevamente la coherencia entre lo que piensa, siente y hace. Recuperar esa unidad es uno de los mayores logros en el proceso de rehabilitación: volver a sentir que el cerebro ya no actúa por su cuenta, sino que responde al proyecto de vida que la conciencia elige.
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